Comentario
La muerte de Pedro el Católico en Muret (1213) dejó el reino en manos de Jaime I, menor de edad, sometido a la tutela del pontífice Inocencio III, señor feudal de Aragón y Cataluña. El Papa procedió a organizar el reino, devastado por continuas sublevaciones nobiliarias y arruinado por la mala administración de Pedro el Católico. El conde Sancho, nombrado procurador del reino, restableció la paz en el interior mediante la constitución de paz y tregua, firmó treguas con los musulmanes por tres años, favoreció a las ciudades de Cataluña eximiéndolas del pago de impuestos hasta la mayoría de edad del monarca y reorganizó las finanzas de la Corona por disposición de Inocencio III, quien confió la administración de los bienes de la Corona a los templarios: una parte de las rentas, las procedentes de la ciudad de Montpellier, sería destinada a las necesidades del monarca, mientras los restantes ingresos servirían para pagar las deudas contraídas por Pedro el Católico. Los intentos catalanes de proseguir la política occitana hallaron en todo momento la oposición de los pontífices, que obligaron a las tropas catalano-aragonesas a evacuar la ciudad de Toulouse, ocupada en 1217 contra Simón de Montfort. El fracaso de las tentativas occitanas y su participación en ellas, con riesgo de provocar una nueva cruzada que ahora estaría dirigida contra los dominios peninsulares de la Corona, obligaron al conde Sancho a renunciar a la procuración del reino, que será en adelante gobernado por los nobles del consejo del rey nombrados por el pontífice. Al desaparecer de la escena política el conde Sancho y debilitarse el poder pontificio por la acción del emperador Federico II, cada consejero actúa como señor independiente en sus dominios y procura ampliarlos sirviéndose de su posición ante el rey para compensar la disminución de los ingresos provocada por el estancamiento de las conquistas a partir de fines del siglo XII. El reino entró en esta época en un período de crisis económica a la que Pedro el Católico buscó la solución más fácil y la menos apropiada: la acuñación de moneda de mala calidad, que agravó aún más los problemas económicos al provocar alteraciones en los precios. Los ingresos normales de la Corona estaban virtualmente empeñados y la nobleza sólo podía aumentar sus rentas mediante la guerra contra los musulmanes o mediante la guerra interior, mientras los almohades mantuvieron su cohesión. Al igual que en Castilla o en Portugal, la expansión hacia el Sur se debió, en gran parte, a la necesidad de buscar solución a los graves problemas internos planteados por la actitud de los nobles: al dirigir las campañas de conquista y ocupar en ellas a los nobles, la monarquía les facilitaba nuevos ingresos e indirectamente pacificaba el interior. Los primeros años del reinado de Jaime I estuvieron dedicados a luchar, sin éxito, contra los nobles Rodrigo de Lizana, Pedro Fernández de Albarracín, Guillén de Montcada... y a reorganizar las finanzas del reino, comprometiéndose a mantener el peso y la ley de la moneda durante un período de diez años y ordenando una inspección, a cargo de frailes templarios, de la actuación financiera de los oficiales reales. El compromiso de mantener la estabilidad monetaria significaba una reducción de ingresos para la monarquía, al perder ésta los derechos de acuñación y los beneficios derivados de la disminución del peso y de la ley (con la misma cantidad de metal se acuñaba mayor número de monedas); la pérdida fue compensada mediante un impuesto, el monedaje, que equivalía al cinco por ciento del valor de los bienes muebles e inmuebles de todos y cada uno de los súbditos, sin excepción. La fragmentación del Imperio almohade ofreció a Jaime I la posibilidad de intervenir en Valencia, pero el asedio de Peñíscola (1225) terminó en fracaso y la misma suerte tuvo un nuevo ataque lanzado desde Teruel que no encontró el apoyo de la nobleza de Aragón: Jaime I carecía de autoridad y de medios para imponerse a los nobles y éstos preferían actuar por cuenta propia y atacar, como Pedro Ahonés, a los musulmanes, a pesar de las treguas firmadas y de las parias que pagaba Abu Zeyt de Valencia.La muerte del noble a manos de los hombres del rey dio lugar a un levantamiento general en Aragón, cuyas causas profundas hay que situar en el malestar existente entre los nobles aragoneses por la pérdida de importancia del Reino en comparación con el Principado y en el olvido o ruptura de los lazos especiales que unían al monarca con los nobles. El proyecto de recuperar los bienes de la Corona, las concesiones indebidamente privatizadas por los nobles, fue la causa próxima del levantamiento de la nobleza aragonesa, a la que se unieron algunos nobles catalanes dirigidos por Guillén de Montcada, vizconde de Bearn y señor de importantes dominios en Aragón. La falta de solidaridad entre los nobles y el apoyo al rey de la nobleza catalana permitieron al monarca imponerse en Aragón, pero los acuerdos con la nobleza fueron más una transacción que una victoria de Jaime I: los jefes rebeldes fueron perdonados y, además, recibieron determinado número de caballerías según su importancia. Pese a este acuerdo, la oposición aragonesa se mantendrá latente durante todo el siglo XIII y gran parte del XIV, aunque sólo se manifiesta de modo activo en los momentos de debilidad de la monarquía. Pacificados los dominios aragoneses y catalanes, Jaime I tuvo que atender a los problemas surgidos en el condado de Urgel, teóricamente independiente y de hecho sometido a la tutela de los condes de Barcelona. La vieja rivalidad entre los condes de Urgel y los vizcondes de Cabrera por el dominio del condado se acentuó en 1228 al reclamar sus derechos Aurembiaix de Urgel, que solicitó el arbitraje del rey; rechazado éste por Guerau y por su hijo Ponce de Cabrera, Jaime los expulsa militarmente del condado que es, cada vez más, una prolongación del condado barcelonés al que está destinado a unirse según el acuerdo de concubinato suscrito por Jaime y Aurembiaix diez años más tarde. La conquista de las Baleares fue posible por la coincidencia de intereses entre las ciudades costeras, Barcelona ante todo, y la nobleza catalana que veía en la guerra exterior una posibilidad de incrementar sus ingresos y de recuperar el prestigio y la situación social que le disputaba, con éxito, la burguesía urbana. En la conquista valenciana, los intereses fueron distintos y a menudo contrapuestos. Por una parte, la conquista interesaba a la nobleza de Aragón, deseosa de aumentar sus dominios, y se inscribía en la línea de actuación típica de las ciudades de frontera aragonesas. Por otro lado, el rey estaba interesado en la conquista y también en evitar un excesivo protagonismo de los nobles aragoneses; y, por último, el reino valenciano era para mercaderes y nobles catalanes zona natural de expansión. En líneas generales, puede admitirse que en la conquista valenciana intervinieron de un lado los nobles de Aragón y de otro el rey, secundado por los catalanes y por los aragoneses de la frontera. La conquista fue lenta: tras un período en el que la iniciativa correspondió a los nobles aragoneses (conquista de Morella en 1232 por Blasco de Alagón) y a las milicias de Teruel (toma de Ares), el rey se hizo cargo personalmente de la dirección de la campaña para evitar el incremento de los honores nobiliarios y ocupó Burriana en 1233 y con esta ciudad toda la Plana castellonense; poco más tarde se ocuparían la llanura y la huerta valenciana con la capital del reino (1238) y, por último, las tropas reales incorporarían la zona del Júcar entre 1239 y 1245 (Cullera, Alcira y Játiva). Aunque las campañas mallorquina y valenciana ocuparon la mayor parte de los esfuerzos del monarca, no por ello se desentendió Jaime I de la política occitana. Por medios pacíficos intentó contrarrestar la presencia de los Capetos en el Sur de Francia y aunar los esfuerzos de los condes de Toulouse y Provenza, pero no pudo evitar la presencia francesa, ratificada por los matrimonios de Luis IX de Francia y de Carlos de Anjou con Margarita y con Beatriz de Provenza respectivamente. Perdida toda posibilidad de recuperar Provenza, Jaime I firmaba con Luis IX el tratado de Corbeil (1258) por el que renunciaba a sus posibles derechos sobre Provenza y el Languedoc, a cambio de la supresión de los vínculos feudales que, teóricamente al menos, unían al conde de Barcelona con el rey de Francia. Corbeil fue el reconocimiento oficial de dos realidades que ambos monarcas consideraban irreversibles.